San Mateo y el ángel

Miguel Ángel Manrique

Taller de Edición · Rocca

A lo largo de tres siglos y medio, San Mateo y el ángel se enfrenta a varias de las amenazas que puede sufrir una obra de arte: el fuego, la guerra, el rechazo, el tiempo mismo. Encargada a Caravaggio por el cardenal Del Monte, en Roma, es rechazada por la Iglesia, primero, y luego por la aristocracia europea del siglo diecinueve; es cambiada de sitio en Berlín para evitar que los destrozos acaben con ella, durante la Segunda Guerra Mundial; está en una habitación en llamas donde una mujer casi se enfrenta a una pregunta de reinado de belleza: ¿qué o a quién salvar, al soldado nazi o la obra maestra?

Cinco cartas y un diálogo es todo lo que le hace falta a Miguel Ángel Manrique para contar la historia del cuadro. Las cartas fueron escritas por personas que se cruzaron con la obra y en la mayoría de los casos hicieron algo para salvarla; la conversación es entre míster Feeney, exsacerdote y traductor al español de las cartas, y el padre Sigüenza, viejo amigo suyo. Lo que no hay en ninguna parte, ni en las cartas ni en el diálogo, es mucha coherencia.

Las cosas, por ejemplo, pasan sin una lógica convincente: una mujer encuentra malherido a Caravaggio, lo lleva a su casa y trata de salvarlo; él le dice que es pintor, le da las gracias y se desmaya: sólo con eso debemos creer que ella queda enamorada y dispuesta a caminar durante nueve días hasta Roma para averiguar sobre la vida y el misterio del artista. También se abusa del azar: una alemana entra en la casamata donde está el cuadro y trata de salvarlo en el momento en que un grupo de soldados americanos llega y se lleva a un alemán moribundo; uno de los soldados resulta ser el papá del traductor, que le escribe a su esposa, en Estados Unidos, contándole del cuadro: nada que objetar hasta ahí, excepto que la carta escrita por la alemana que no puede salvar el cuadro llega también, por error del cartero, nada menos que a la dirección de la esposa de ese mismo soldado. Además, las cartas se ocupan más de la historia que necesita contar Manrique que de lo que quieren comunicar sus remitentes: la alemana escribe para contarle al tío que su mamá, la abuela de ella, murió en el bombardeo de Berlín, pero se dedica en cambio a describir cómo estuvo a punto de salvar la pintura del fuego y sólo recuerda de nuevo la importante noticia que la mueve a escribir al final, cuando a modo de despedida dice: “Siento lo de la abuela”. Por si fuera poco, cualquier momento parece suficiente para que pasen un montón de cosas que normalmente ocurrirían en un lapso más sosegado: durante la inauguración de un museo, la princesa de Leignitz, esposa de Federico Guillermo de Prusia, tiene tiempo de ir hasta la sala donde se exhibe la pintura, meter la mano detrás del cuadro, descubrir ahí dos cartas, pedir “a mi traductor y amanuense me las leyera” y redactar una nueva carta explicándolo todo mientras abajo, en el primer piso, continúa la fiesta.

Voy a parar ahí, aunque podría seguir señalando inconsistencias en el relato. Las fechas y los nombres históricos, por ejemplo, no son muy exactos, y uno podría estar dispuesto a aceptarlo si el resto de la historia no estuviera tan débilmente armado. Este es un problema de destreza, por supuesto: Manrique tiene una estructura que podría funcionar muy bien, pero no sabe cómo hilar una cosa con la otra ni abordar bien las voces de sus personajes o dosificar la narración sin que se note el artificio. Para presentar una información de contexto, por ejemplo, escribe: “‘Cuatro siglos atrás’, pensó el padre Sigüenza, ‘la Reforma había precipitado la caída de la Iglesia de Roma como fuerza política, social, cultural y religiosa. Trento, un concilio de clérigos católicos, los separó definitivamente de los protestantes, pero modernizó la Iglesia, creó la Compañía de Jesús, decretó el pecado original y prohibió representar las imágenes sagradas que no se inspiraban en la Biblia. De algún modo, este tipo de censura era semejante al practicado por los fundamentalismos religiosos del siglo XX, la Alemania de Hitler y las dictaduras políticas del Tercer Mundo’”, y está bien que quiera presentar estos datos, pero ¿cómo creer que alguien piensa como si recitara un libro de texto?

Sigüenza no es el único que piensa así: San Mateo y el ángel termina con una reflexión de míster Feeney que también parece el fragmento de una enciclopedia. No creo que haga falta reproducirlo, aunque voy a tomarlo como algo simbólico: las enciclopedias contienen un conocimiento básico, pero uno no las lee esperando encontrar la escritura de las buenas historias.

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