Las ardillas de Wagah

Parecía la entrada a un festival de música. Los carros no podían pasar de cierto punto; como no estaba permitido entrar con maletas, un hombre aprovechaba para cobrar por dejar las cosas bajo llave en viejos estantes de madera a un lado de la calle. Hombres en uniforme hacían una requisa, luego otra, y otra. Pedían los pasaportes, y nos dejaban pasar cuando veían que éramos extranjeros. Las gradas estaban llenas de gente. Nos sentamos en la parte alta –arriba, atrás–, porque era el único sitio donde todavía quedaba espacio. Y esperamos a que empezara el espectáculo.

Había dos puertas enrejadas en medio de la calle, separando las gradas de uno y otro lado. Más allá, al otro lado de los portones, la plaza estaba casi vacía. Un hombre sostenía una bandera verde con una franja, una media luna grande y una estrella blancas. Del lado de acá, un hombre en uniforme verde camuflado, con boina negra, estaba sentado frente a una batería. Un poco más atrás, a su derecha, una mujer; a su izquierda, otro hombre. Como él, uniformados. Estaban sobre un techo, bajo el cual se alcanzaba a ver un letrero que decía: “BSF. First Line of Defense”.

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Y entonces empezó el espectáculo. Dos mujeres en uniforme militar marcharon hasta la puerta, donde lanzaron patadas que se perdieron en el aire de la tarde. Les siguieron otros dos soldados y, a ellos, otros cinco, uno de los cuales se quedó en el camino. Luego vinieron a lanzar sus piernas al aire más tandas de soldados, vestidos de uniforme caqui con decoraciones rojas y doradas, una franja negra en la cintura y una cresta grande roja como la cola de un gallo de pelea. Al otro lado los imitaban, como en un espejo a destiempo, sus pares de otro mundo, con vestido negro hasta la cresta y franja roja con un escudo y la inscripción “Rangers. JCP. Wagha”.

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De este lado, el hombre de la batería empezó a tocar para acompañar la música marcial. Un tipo de blanco acercó un micrófono a la boca de algún soldado para que todos pudiéramos escuchar sus prolongados gritos. También se escuchaban, ensordecidas, las consignas del otro lado. La reja de allá era negra con blanco; la de acá, de arriba abajo, era roja, blanca, verde: los colores de la bandera. Del lado de acá estaba Gandhi; del de allá, Muhammad Ali Jinnah. Cada uno, cada retrato, en lo alto de un arco donde se leía en alfabeto latino, pero también en devanagari y árabe, India o Pakistán.

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En “El perro de Tithwal”, dos batallones se enfrentan en situaciones similares. Separados por un valle, ambos están protegidos por una montaña; ninguno corre el riesgo de un ataque aéreo o de cañón. Mientras esperan algún resultado decisivo que se niega a producirse, un perro llega al campamento indio. Uno de los soldados le tira una galleta, pero la retira rápido, antes de que alcance a comérsela, para hacerle una pregunta. ¿No eres, de casualidad, pakistaní? Un compañero responde: no, Chapad jhunjhun es indio. Entonces el soldado le pide una señal, y el perro mueve la cola. Eso no es una señal, todos los perros mueven la cola, dice, y le tira la galleta. Un compañero joven concuerda con él: también los perros deben decidir de una buena vez a qué lado pertenecen. El hombre de las galletas tira entonces otra y dice que, al igual que los pakistaníes, también sus perros serán reventados. Otro soldado grita: ¡viva la India!

Saadat Hasan Manto, el autor del cuento, nació en el Punyab y escribió en urdu. Además de utilizar como tema la partición, escogió a Bombay como escenario de muchas de sus historias. Así lo señala Aatish Taseer, traductor al inglés de sus relatos, en el prólogo a Manto. Selected short stories, donde dice también: “Por mucho que uno quiera separar al Manto escritor del Manto hombre, no siempre es fácil hacerlo. Hay una confusión mayor por lo mucho que el principal narrador de Manto parece asemejarse tanto al escritor como al hombre. Todo esto hace que sea más difícil de asimilar aquella verdad incómoda sobre Manto el hombre: que a pesar de todo su amor por la diversidad de la India, se fue para Pakistán”.

El perro de Tithwal, la región donde los dos batallones del cuento se enfrentan, llega después al campamento pakistaní. Días antes también había estado ahí, pero ahora trae un letrero en el cuello que dice: “Chapad jhunjhun, este es un perro indio”. El capitán, entonces, decide mandarlo de vuelta al campamento indio con un mensaje: “Sapad sunsun, este es un perro pakistaní”. Antes de que alcance a llegar, sin embargo, el soldado que le había tirado la galleta, al ver que viene del frente enemigo, dispara hacia donde está el perro. El animal intenta regresar, pero el capitán del lado paquistaní le exige valor y dispara a su vez. Ambos se divierten disparándole al perro.

No es difícil imaginar cómo termina el cuento. Al igual que el perro, Manto tuvo un mal final. Fue juzgado en varias ocasiones por obscenidad, pero las últimas veces, ya en el recién creado Pakistán, fueron más severas que las primeras. Y en la India cayó en el olvido. “Ya muerto, Manto pagó más cara su migración de lo que lo hizo en vida. Fue olvidado en el país sobre el que más escribió. Se convirtió en uno de muchos artistas, músicos y escritores a quienes la India repudió –a veces individualmente, a veces como parte de un repudio global del urdu– por haber migrado”, dice Taseer, antes de escribir que su mundo, lleno de musulmanes, sijs e hindúes, resultaría extraño en Pakistán, y que sólo puede seguir siendo relevante en la India. Que su sensibilidad, su ojo por lo diverso, era india. Y que más que la India, es Bombay la que debe reclamarlo.

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En el punto fronterizo de Wagah, muy cerca de Amritsar, a más de mil setecientos kilómetros de Bombay, los portones de colores se abren y hombres a lado y lado izan banderas paralelas. Los gritos, las arengas, son incomprensibles. Todas menos una. Con frecuencia, el hombre de blanco deja salir a todo pulmón un “¡Hindustán!” al que el público contesta con un grito cuyo significado se me escapa. Los asistentes, además, responden extendiendo los brazos para elevar el puño en el aire, entre las cámaras y los celulares que apuntan a las puertas abiertas. Aunque no alcanzo a distinguirlos bien, se nota que más allá de la división los gestos son similares. Se trata de una suerte de enemistad amistosa; la guerra convertida en espectáculo.

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En Viaje a Portugal, Saramago famosamente escribe al principio de su relato: “Venid acá, peces, vosotros, los de la margen derecha, que estáis en el río Douro, y vosotros, los de la margen izquierda, que estáis en el río Duero, venid acá todos y decidme cuál es la lengua en que habláis cuando ahí abajo cruzáis las acuáticas aduanas, y si también ahí tenéis pasaportes y sellos para entrar y salir. (…) tan pronto estáis en una orilla como en otra, en gran hermandad de peces que unos a otros sólo se comen por necesidades de hambre y no por enfados de patria”. Su llamado a los peces me viene a la mente ahora, cuando veo, del lado de la India, en el mismo techo donde un soldado toca la batería, a un par de ardillas andar alegremente de un lado para el otro, indiferentes a todo lo que pasa a su alrededor. ¿A qué lado pertenecen? ¿Son pakistaníes?, ¿son indias? ¿Cuál, entre todas las lenguas posibles, cuál de las dos nacionalidades es la suya?

Mucho después, ya de regreso en mi casa, veo que no disparé hacia donde estaban las ardillas. Tengo fotos del espectáculo, de los soldados a lado y lado, pero a ellas no las capturé mientras estaban de este lado de la frontera. ¿En qué parte estarán ahora?

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