La fábula de José

Eliseo Diego

Alfaguara

Algunos defensores de los animales hablan de especieísmo: la noción de que los humanos discriminamos a ciertos animales para favorecer a otros, en especial a nosotros mismos (la comparación obvia y frecuente es con el racismo o el sexismo, pero en este caso en referencia a las especies animales). Detrás de cualquier rechazo a la discriminación existe la idea de que todos somos iguales; en el caso de las especies, los humanos no tenemos exclusividad sobre muchos sentimientos y emociones, que también experimentan los animales. ¿Cómo se justifica entonces, desde este punto de vista, la omisión de hombres y mujeres en las jaulas de los zoológicos? Si vamos a enjaular y exhibir animales de diferentes especies, que también sufren y sienten, ¿por qué no incluir también algunos humanos? ¿No quedaría más completo así el inventario? La pregunta no se sostiene más allá de la hipótesis; por suerte, la literatura es el campo perfecto para el desarrollo de casos hipotéticos.

José va de un encierro a otro. De Cuba huye en una balsa con su hermana, su papá y el mejor amigo de él, y llega a Santa Fe, en la Florida, donde todavía muy joven se enamora de una mujer que trabaja en una peluquería. Cuando un gringo grandote intenta abusar de ella, José le clava cuatro veces la trincha de la carpintería de su papá que lleva en el bolsillo y así se condena para toda la vida. Durante el juicio, no dice una palabra de la mujer que defendió con su acto, y en la cárcel se encarga, con su comportamiento, de perpetuar su sentencia. Años después, curtido ya en la vida carcelaria, cambia de domicilio y se va a vivir junto a los primates cuando a los encargados del zoológico se les ocurre que a su exhibición le falta un ejemplar de la más perfecta criatura de la creación. Del anonimato de las prisiones pasa así a la fama de los animales más queridos de los zoológicos. La gente va en manada a visitarlo.

José cuenta en su historia con la compañía de varios personajes coloridos. Lorenzo, mexicano locuaz que se encarga de limpiar su espacio de exhibición y que vive, libre, tan solo como él en su encierro; Zenaida, vecina de Lorenzo, una cubana que ha ido de un país a otro hasta dar con un trabajo en un cabaret de Santa Fe, y que conserva las ganas constantes de irse; la señora Kropotkin, una vieja fan de Nabokov que conoció a Stravinsky y que mientras aprende a tocar el piano acompaña con sus dorremifasolasís y silasolfamirredós las conversaciones de sus vecinos; Camila, bióloga del zoológico, que empieza con José una aventura un tanto platónica; Morante, guardia primero en la cárcel y luego en el zoológico, donde le salva la vida al cubano; su papá Menelao, que lo visita a escondidas; su hermana Regla, quien aprovecha la fama de José para abrir una tienda donde vende las fotos de su infancia; Oscar Wilde, cuyas obras completas llenan los anaqueles de su celda; el padre Jordán, dispuesto a permitir el pecado, a fomentarlo, y a buscar después cómo perdonarlo; la ardilla Phefé, rápida y aventurera, y el más inmediato de sus vecinos, Cuco, un orangután pedorro que siempre ha vivido en cautiverio.

En el zoológico, José le cuenta a su amigo Lorenzo que nunca ha hecho el amor con una mujer, y hacia el final, el protagonista encuentra un atisbo de la libertad y el destino perdidos en medio de un carnaval que reproduce el siglo entero. La voluptuosidad característica del carnaval es también la de la novela, con su galería de personajes desvalidos y el lenguaje inconfundiblemente caribe tanto de su autor como de su protagonista y de la mujer cuyos solos se intercalan en la narración, salpicado de vez en cuando, además, con palabras afrocubanas y frases cargadas de religiosidad: “Dios quiera que exista Dios”, por ejemplo, o “Los dioses compensan lo que los demonios quitan”, pero también “Los demonios compensan lo que los dioses quitan”. Y la idea de que el hombre es el único animal dispuesto a sufrir en lugar de un semejante está presente a lo largo de la historia, lista para ser comprobada.

En Eliseo Alberto: Tres o cuatro cosas que decir, el escritor dice que quiere mucho a sus personajes, y que después de terminar las novelas todavía se pregunta por sus destinos. “El día que escriba mi última novela, voy a hacer un crucero, sucederá en un crucero por el Caribe, y haré subir a ese crucero a todos mis personajes de mis novelas, para que se conozcan”, dice. Alberto ganó el Premio Alfaguara de Novela en 1998 con Caracol Beach, que compartió el primer puesto con Margarita, está linda la mar, del nicaragüense Sergio Ramírez. De Caracol Beach, el balneario, se habla más de una vez en la historia de José, publicada dos años después del premio, y según las palabras del autor me parece seguro suponer que varios, si no muchos de los personajes de La fábula de José, aparecieron en esa novela previa. No me disgusta la idea de averiguarlo.

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