Los caballitos del diablo

Tomás González

Seix-Barral

Hay autores que logran establecer de un libro a otro una suerte de conversación que gira alrededor de los mismos temas y en ocasiones también de unos mismos personajes, y lejos de parecer monótonos o repetitivos consiguen el efecto acumulativo de dotar a su obra de un carácter de necesidad cuando no de urgencia. En este sentido, la obra de Tomás González parece un prolífico y sosegado monólogo acerca de unas obsesiones que se empiezan a transparentar desde los títulos mismos: el mar, presente en el nombre de su deslumbrante debut y también en el de su más reciente novela, los manglares de su poesía reunida, las fuerzas empequeñecedoras de la naturaleza de Temporal o la búsqueda constante de la luz en La luz difícil son apenas ejemplos, tal vez los más notorios. Por eso resulta comprensible que para el título de su cuarta novela haya escogido un nombre común, no exento de poesía, de ciertos insectos voladores, y también que de una frase en esta novela haya sacado el nombre bajo el cual están recogidos en un solo volumen todos los relatos que publicó originalmente en tres libros separados. Pero además en Los caballitos del diablo aparecen no solo temas comunes a toda la obra de González, sino también ciertos personajes que introdujo desde un principio y que van a gravitar sobre algunas de sus historias posteriores: la nueva luz que arroja sobre el protagonista de Primero estaba el mar, con su destino trágico e inolvidable, es esencial también a la trama del hombre innominado que —y así lo anuncia desde un principio— va a terminar perdiéndose entre los árboles que cuida con esmero de botánico y peleándose con el resto de sus hermanos, que lo consideran un ladrón y a quienes él estima a su vez como poco menos que estúpidos. 

Sobre el mismo fondo de violencia en el que se sostiene el resto de su obra, Los caballitos del diablo está construida con los leitmotivs de cafés donde la gente habla de cheques devueltos, utilidades, porcentajes; el aeropuerto donde las turbinas les dan una dirección fija a las mareas de pasto; iglesias donde los loteros se congregan como palomas; plazas donde los vendedores tasajean las piñas con sus cuchillos resplandecientes: imágenes que González construye con su habitual ritmo poético. Y mientras todo esto se mantiene más o menos estable, al igual que la aparición de los cadáveres en las zanjas, el protagonista se sumerge cada vez más en su autoimpuesto ostracismo, encerrado en el campo abierto de sus cuatro cuadras de terreno donde levanta y decora junto a su esposa, lentos, metódicos y con gusto incierto, las dos casas en las que van a criar a sus hijos en contacto con la naturaleza: el suyo es un regreso casi forzoso y sin duda incomprendido al paraíso. 

Los caballitos del diablo está armada en pequeños capítulos que gota a gota van completando la imagen anunciada desde el principio, un poco como los cuadros o los telares en los que la esposa del protagonista trabaja arriba en la casa donde la pareja construye su encierro contienen desde el comienzo la promesa de la representación final de un paisaje. El resultado es otra buena novela de González, tal vez la respuesta opaca al chispeante libro que la precede, La historia de Horacio, construida con pequeños trazos que marcan el progresivo rechazo de un hombre a un mundo difícil y violento que a su vez lo trata con hostilidad y donde quizás todos, tanto él como los demás, a su manera, tengan razón. 

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