Catorce ciudades contando Brooklyn

Quim Monzó

Acantilado

Un par de días después de los atentados de las Torres Gemelas en septiembre de 2001, Quim Monzó se dirigió al aeropuerto de El Prat, en Barcelona, para tomar un vuelo que lo llevaría a Nueva York, donde habría de pasar las siguientes semanas elaborando breves crónicas acerca de las postrimerías del evento que conmocionó al mundo y sumió a la ciudad en la parálisis y el miedo. En su primer texto para La Vanguardia, publicado tan sólo seis días después de los atentados, escribió sobre el celo redoblado de las inspecciones de seguridad en los aeropuertos de salida y llegada, que llegaban a duplicar la duración total del viaje, y empezó a mostrar las consecuencias de los ataques de la misma forma en que aborda los acontecimientos en el resto de sus crónicas: no a través de los análisis históricos o el repaso detallado de los hechos que llevan a una circunstancia —en este caso, por ejemplo, el origen de los talibanes y los motivos que alimentaban el odio de Osama bin Laden—, sino plasmando sus muy personales observaciones en cada uno de los sitios por donde pasa. Así, por ejemplo, en la ciudad estadounidense posterior a la tragedia habla acerca del recelo del que son víctimas los musulmanes e incluso los sijs a causa de sus turbantes, reproduce algunas de las frases que lee en carteles y grafitis («Usted está vivo», «Detened la guerra», «Fue Estados Unidos quien creó el talibán», «Los árabes no son el enemigo»), se encuentra con el deseo recurrente de que se reactiven las actividades cotidianas, muestra cómo es el regreso a Wall Street cuando por fin se empiezan a retomar las labores, recrea ciertas conversaciones que sostiene con desconocidos en bares, en plazas o en el metro, y explora el valor de las Torres Gemelas en la apreciación de un público que en un principio las rechazó por considerar que afeaban el paisaje de Manhattan.   

Hay que decir que ese viaje a una Nueva York en duelo no fue la primera ocasión en que Monzó se dirigió a una ciudad desbordada por acontecimientos inconcebibles apenas unos días antes de su llegada, ni sería la última en que se sumiría en un país envuelto en condiciones extraordinarias: Catorce ciudades contando Brooklyn comienza con el conjunto de crónicas que escribió para el Diari de Barcelona entre finales de 1989 y principios de 1990 durante su visita a Praga y Bucarest, donde antes de que se produjera el cambio de año en el calendario se llevaron a cabo revueltas que culminaron con el derrocamiento de los antiguos regímenes, y termina con los textos que, en 2002, escribió para La Vanguardia en una Jerusalén azotada por las bombas de los palestinos dispuestos a inmolarse en medio de una guerra en la que Israel se empeña en mostrar únicamente su visión del conflicto y una Tel Aviv menos ceñida a los dictámenes de la religión donde un hombre acusa de traidores e idiotas a tres jóvenes que se manifiestan a favor de la paz. 

Por si no queda claro, las crónicas de viaje de Monzó no son convencionales, no solo por su forma de abordar las sitios que visita sino por los lugares mismos de los que habla: los otros dos capítulos del libro recogen, el uno, las crónicas que publicó en El Periódico acerca de su paso por los aeropuertos de Londres, Roma, otra vez Praga, Copenhague, Malta, Frankfurt y Bodø, sin salir nunca del ámbito transitorio de las terminales aéreas, y, el otro, los textos que escribió para La Vanguardia acerca de su propia ciudad, Barcelona, donde al contrastar su visión de residente con las que percibe en el turismo, como ciertos detalles que llaman la atención de los visitantes o las informaciones poco fiables de alguna guía durante un recorrido, muestra el casi cómico encuentro de perspectivas que se presentan en la ciudad y la hacen, como a las demás, inevitablemente subjetiva e inabarcable.

Más de treinta años han pasado desde que Monzó escribió las primeras de estas crónicas en un momento de inflexión en Europa y ya han transcurrido casi dos decenios desde que publicó las últimas en medio de un conflicto que aún no termina. Habla muy bien del libro que ninguna de ellas haya perdido su frescura ni sus observaciones parezcan hoy erróneas, y que, muy al contrario, constituyan una buena forma de transportarse a los lugares desde donde escribió para conocer cómo fueron los hechos históricos que describe no con la perspectiva que el tiempo permite adoptar sino, precisamente, en el momento mismo en que estaban sucediendo.

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